lunes, 31 de octubre de 2011

LOS ENAMORAMIENTOS. LA AUSENCIA Y EL AZAR -ENTREVISTA-


Los tres volúmenes de Tu rostro mañana dejaron a Javier Marías (Madrid, 1951) literariamente exhausto, tanto que llegó a plantearse si volvería a la ficción. Finalmente, ha salido del impasse con Los enamoramientos (Alfaguara), un libro que se resiste a ser encasillado en un solo género, como ocurre con muchas grandes novelas. Relatada en primera persona por una mujer -por primera vez, el autor de Todas las almas recurre a una narradora femenina-, es una obra sobre cuya trama conviene extenderse lo menos posible para no revelar nada que no deba ser revelado. Ambientado en el Madrid actual, es un libro que habla del amor, aunque ofrece una visión bastante cínica de los sentimientos, y de la ausencia, tiene su parte de misterio y su parte de humor. Una vez terminada, la novela abre puertas y más puertas y deja al lector dando vueltas sobre unas cuantas cuestiones esenciales, en algunos momentos es casi como un espejo que devuelve en forma de preguntas asuntos a los que nos enfrentamos a menudo en nuestra existencia. En su regreso, uno de los autores españoles de mayor proyección internacional, ha optado por arriesgar otra vez, por mezclar la sabiduría literaria destilada a lo largo de 13 novelas (11 si se cuenta Tu rostro mañana como una sola) con la tentación de escribir algo distinto a sus libros anteriores. Justo a los 40 años de su debut literario con Los dominios del lobo (Alfaguara), que se recupera con el prólogo que escribió en 1987. El escritor y académico acaba de publicar también el relato infantil Ven a buscarme (Alfaguara), con ilustraciones de Marina Seoane Pascual.
La entrevista tuvo lugar en su casa del centro de Madrid, donde el escritor habita rodeado de libros, figuritas de plomo, recuerdos -tiene varios retratos de Juan Benet, uno de sus maestros y referentes literarios- y su ya mítica máquina de escribir. A la vez que la novela, que sale a la calle el próximo miércoles, Marías editará en su pequeña editorial, Reino de Redonda, un relato de Balzac, El coronel Chabert, del que los personajes hablan varias veces a lo largo de la trama.

PREGUNTA. ¿No tuvo la tentación de volver a poner un título tomado de Shakespeare? Además, en esta novela hay una cita de Macbeth a la que sus personajes hacen referencia.

RESPUESTA. La verdad es que en esta ocasión no. Ya he puesto no sé si son cinco títulos que vienen de Shakespeare. Tampoco es que tenga un empeño. La verdad es que en un momento dado pensé en este título que se ha quedado, de una sola palabra, pero con el artículo, que es fundamental, porque Enamoramientos sería espantoso. Es una palabra tan de uso normal que me parecía un poco raro que no hubiera habido nunca un libro que se hubiera llamado así, y ahí sí me sirvió Internet, parece que no hay ningún libro que se haya llamado ni Los ni El enamoramiento. Es el primer libro que ha venido después de Tu rostro mañana, no soy quien para decir que sea el mejor, pero sí es el más ambicioso, aunque sólo sea en extensión, y el que me ha llevado más años, estuve entre ocho y nueve con los tres volúmenes, también tuve una cierta sensación, no de haber llegado al final de un camino, pero sí de que allí había un punto y aparte. Incluso tuve grandes dudas de si haría más novelas, porque en el momento de terminarlo me sentía muy exhausto y pensé que había dicho todo lo que tenía que decir dentro del campo de la novela. Tenía verdaderas dudas. Se cumplen 40 años de mi primera novela, Los dominios del lobo, y es inevitable hacer un poco de balance de uno mismo. Esta es mi decimotercera novela, si contamos como tres Tu rostro mañana, no he hecho tantas en 40 años. Es un largo periodo, son bastantes novelas, pero no muchísimas. Entonces, bueno, lo que sí he tenido es una cierta sensación de que han sido 40 años de tanteo y me temo que todos los que me puedan quedar de seguir escribiendo también lo van a ser. Supongo que hay escritores que tienen las cosas muy claras, que tienen proyectos literarios, ciclos novelísticos concebidos de antemano. Y yo me doy cuenta de que soy todo lo contrario de ese tipo de escritor, he ido haciendo, a tientas, he ido cambiando mucho. En cierto sentido, tuve la sensación de que uno va caminando y que en un momento dado se le ha acabado el camino. De manera que tampoco tenía mayor empeño, hay temas en esta novela que son de mi mundo, de mi territorio, pero digamos que tenía un poco la sensación de que podía no hacer ninguna novela más o hacer cualquier cosa.

P. Hay escritores de oficio, como Graham Greene o como Balzac, y hay otros escritores como usted que cuando acaban un libro nunca saben si van a hacer el siguiente. ¿Para usted es realmente cada novela una aventura literaria nueva que ni siquiera sabe si va a ser capaz de acabar?

R. Incluso de publicarla una vez terminada. Con Los enamoramientos he tenido una sensación de más inseguridad. Siempre tengo muchas inseguridades. Una de las cosas que si acaso me irritan de llevar 40 años cultivando esta actividad, no ejerciendo esta profesión porque nunca lo he visto como profesión, es que no he ganado nada en seguridad, debería tener una cierta confianza en mis recursos. Y no, nunca la tengo. Cuando termino un libro no hay un proyecto esperándome. Tengo que esperar a que se me condense algo, a que una historia me atraiga lo bastante como para ponerme a ella, mis historias además solamente cristalizan durante la propia escritura, nunca las tengo cabalmente en la cabeza antes de empezar, improviso mucho. Las historias crecen y se cuentan a la vez que las cuento.

P. Pero sí hay una serie de temas que aparecen de forma recurrente en sus libros.

R. Sí, son los temas que también me interesan en la vida.

P. Creo que en esta novela están la ausencia y el azar, el papel del azar en la vida, que es algo que aparece mucho en sus libros, esa sensación de que si uno agarra un tren u otro su vida puede cambiar.

R. Los enamoramientos, las historias amorosas, la gente tiende a verlas como algo que se ha producido de manera casi inevitable y no es así. Hablo de los enamoramientos verdaderos, no de la gente que en un momento de comodidad se empareja. Hay gente que piensa que estábamos destinados a encontrarnos. Y una de las reflexiones que aparecen en el libro es que todo eso no es más que el producto de una especie de sorteo o de rifa, al final del verano. Que uno se va encontrando con personas que pasan por ahí o que a su vez están libres, o que de pronto han pasado a estar libres y le consideran a uno o uno les considera a ellas. Depende de verdaderos azares, no suele haber nada grandioso en las historias amorosas sino que es más bien quién está libre, quién pasa por aquí, qué número está libre, por seguir con la idea del sorteo, pero luego la gente tiene una tendencia a creer que eso ha sido una elección, que ha habido un elemento de voluntad, que uno ha decidido. Una de las cosas que aparecen en el libro es que en el fondo todos somos sustitutos de alguien, salvo quizás en la primera historia juvenil, y nosotros estamos sustituyendo a personas que se han perdido y es algo que casi nadie está dispuesto a aceptar.

P. En este sentido, el título puede ser interpretado como sarcástico, porque hay momentos en que su protagonista casi se ajusta a aquellos versos de Jacques Brel en Ne me quitte pas: “Quiero ser la sombra de tu sombra, la sombra de tu perro”.

R. Hay una especie de incondicionalidad en el amor que nos debilita. Hay una persona que nos debilita y normalmente es, hasta cierto punto, el tipo de aviso que se tiene para tomar plena conciencia del enamoramiento, porque creo que el enamoramiento no es un mero sentimiento, creo que hay una conciencia. Uno de los avisos de que eso sucede es justamente esa especie de debilidad que te produce esa persona, uno se siente a veces desarmado, empieza a dejar pasar cosas, a ser víctima de la incondicionalidad.

P. En cuanto al relato de Balzac, Los tres mosqueteros o la cita de Macbeth que aparecen en su novela, ¿la importancia que tiene la literatura en Los enamoramientos es la que tiene en la vida?

R. Nuestra vida está formada también por esas historias. Casi todo lo que se nos cuenta es real. Usted me cuenta una historia que le ha pasado aquí, quizás la tiene en un ámbito distinto al de las narraciones, pero yo que la escucho como un relato, para mí, a la postre, va a quedar en el mismo ámbito, en el mismo nivel que una novela o una película. Uno lee sobre el sitio de Stalingrado y sabe que ha sucedido y que es real y que es espantoso, pero el hecho de que nos lo cuenten lo iguala con las narraciones ficticias. Y en ese sentido aparece en la novela. No es en un sentido metaliterario. En realidad me irritan bastante las novelas que hablan de escritores, que hablan de libros o que son metaliterarias; es algo que me parece bastante amanerado, me recuerda a Ocho y medio, que es una película de Fellini que no me gusta nada, libros sobre literatos, creo que aquí no es así. Aquí las referencias son a historias, pero en los libros hay un tipo de historias que en la vida real no se dan o es muy difícil que se den.

P. En este libro se despacha a gusto con los escritores, también con usted mismo, cuando la editora protagonista cuenta cómo son. ¿Por qué?

R. Me incluyo también. La narradora trabaja en una editorial y eso forma parte de su caracterización y de la verosimilitud del personaje. Me parece normal que alguien que trabaja en una editorial tenga una cierta visión irrespetuosa de los escritores y totalmente desmitificada porque me temo que las gentes que trabajan en las editoriales están acostumbradas a ver a los escritores con sus pequeñas mezquindades, vanidades, aprovechamientos de las cosas. Hay un poco de guasa y hay alguna anécdota que no deja de ser verdad.

P. Los narradores no expresan lo que piensan a través de un libro, cuentan historias, ni siquiera tienen que estar de acuerdo con su propio protagonista, pero tengo la impresión de que esta novela sí tiene algo de novela moral en el sentido de que somete al lector a una serie de dilemas morales sobre los que acaba reflexionando, como ocurre por ejemplo con El fin del romance, de Graham Greene. ¿Está usted de acuerdo con esto?

R. Sí, evidentemente. Una de las cosas que el libro también refleja es una cierta perplejidad ante algunas cosas que sí comparto. Las novelas no dan respuestas, como se ha dicho mil veces. He citado muchas veces esa cita de Faulkner en la que decía que lo que hace la literatura es lo que hace una pobre cerilla cuando se la enciende en mitad de la noche en mitad de un campo. No sirve para iluminar nada, sólo sirve para ver un poco mejor cuánta oscuridad hay alrededor. La literatura nos muestra cuánta zona de sombra hay, pero no la iluminamos y aquellas novelas que son moralistas o pretenden dar una lección o que se saque una tesis son muy malas, es como ilustrar una idea a través de una especie de fábula. Me parece literatura mala, no me interesa. Una de mis perplejidades tiene que ver con la impunidad, que es uno de los temas del libro, es algo que subleva. Uno tiene a veces la sensación justiciera: esto debe ser conocido, castigado. Yo mismo la he tenido durante los años de la Transición. Recuerdo mi irritación en vista de que a nadie se le iba a castigar por lo sucedido durante la guerra y la larguísima posguerra, pero entonces eso no bastó a mucha gente. Había escritores en esos años, los ochenta, que empezaron a dar entrevistas en las cuales contaban mentiras sobre su actuación. Nadie les estaba pidiendo cuentas, no les basta con esto. Recuerdo un historiador famoso que había sido diplomático franquista en París y habló de aquellos años como un exilio, recuerdo de otro escritor que en una entrevista de prensa dijo que estuvo con el bando nacional porque la guerra le pilló en Galicia y dijo que si le hubiese agarrado en Madrid hubiese sido republicano. Pero yo sabía que le pilló en Madrid y que hizo todo lo posible por pasarse al bando nacional. Eso subleva. Pero también se plantea la duda de si las cosas se deben perpetuar y contarlas una vez y otra. Hay un momento en que la narradora dice en referencia a Los tres mosqueteros, a la flor de lis que lleva grabada el personaje de Milady de Winter: “Yo no quiero convertirme en la flor de lis de nadie”, porque esa flor de lis imborrable a menudo es causa de nuevas desgracias. Quizás es bastante con que las cosas sucedan y nada más que sucedan, si además se cuentan es como si siguieran perpetuándose. No lo sé. Porque por otro lado pienso que las cosas injustas deben saberse. Yo mismo no lo tengo claro, es un dilema que aparece sin solución. Ni yo como autor, que debo estar fuera de la novela propiamente dicha, ni por supuesto los personajes tienen una respuesta. Y esas son las cosas que me interesa reflejar cuando escribo novela. Puedo ser mucho más categórico en un artículo, aparentemente tengo las cosas más claras. El otro día alguien me decía: “Has escrito un artículo en el cual hablabas de la impunidad y decías que era horrible, pero luego en el campo de la novela puedes pensar que es necesario que haya cierta impunidad”. Como articulista puedo tener una postura más clara porque estoy en la vida real. Es una cosa curiosa, pero en las novelas es donde uno menos engaña. Como articulista, ahí está el ciudadano: uno es ciudadano, firma con su nombre, se hace responsable de sus opiniones, todos los que hacemos ese tipo de piezas periodísticas tenemos una cierta intención aleccionadora, pero el ciudadano no interviene en absoluto cuando es una novela, ahí no hay ciudadano que valga. Y ahí es donde se engaña menos, se habla de las cosas como son. No es que uno mienta en los artículos, hay un cierto voluntarismo de que las cosas reales sean mejores, y en cambio uno cuando transita por el territorio de la ficción no hay reglas, no se está hablando de la sociedad realmente, no habla uno, se vuelve en la voz de un narrador o de un personaje que no es uno, al que le puedes prestar cosas, pero no es uno. Ahí es donde se engaña menos.

P. Es cierto que su novela está llena de preguntas sin respuesta.

R. Otra de las cosas que el libro pone sobre la mesa es la imposibilidad de saber con certeza, casi nunca podemos saber con certeza nada, ni siquiera lo que nos atañe.

P. Creo que es un libro cínico en el sentido griego del término, que muestra las cosas como son, no como nos gustaría que fuesen.

R. Como son a veces, tampoco hay que decir que son siempre así. Muestra lo que no siempre queremos saber. Las novelas son donde uno menos se engaña, uno se engaña más en la realidad. A mí hay personas que me conocen bien, que me dicen que en mis novelas hay cosas de mucha fineza, que percibo muchas cosas, y que luego en la vida real no se entiende cómo no me entero de nada. Yo siempre contesto: “Por fortuna”. Si lo que logro averiguar en el transcurso de escritura de una novela o lo que llego a ver, a firmar, si eso lo aplicara a mi vida personal y a mi vida práctica sería un desastre, no podría vivir. Por fortuna, uno hace caso omiso de lo que ha averiguado en el campo de la ficción.

P. Y saliéndonos un poco del libro, un tema que aparece mucho en sus artículos es la protesta ante lo políticamente correcto. Usted es muy aficionado a las series, ¿le gusta Mad Men, que describe cómo era el mundo antes de lo políticamente correcto?

R. El otro día leí un artículo bastante largo en The New York Review of Books escrito por un ensayista, Daniel Mendelson, que no entendía cómo un artículo así, tan malo, estaba en una publicación prestigiosa. Es una serie que me gusta mucho, yo recuerdo esa época, la recuerdo bastante bien, recuerdo ese mundo, recuerdo los personajes, cuando salía un disco nuevo de Dean Martin, recuerdo que los niños o adolescentes de mi época estaban obsesionados con el Rat Pack, era el no va más de lo cool. Es un mundo que en cierto sentido añoro: en esta reseña larga había como una especie de condena de ese mundo, “mire qué malos eran nuestros padres, cómo fumaban las mujeres embarazadas”. Yo no veo que la serie vaya por ese lado; al revés, creo que hay una cierta nostalgia de un mundo quizás un poco más irresponsable, pero un poco menos estricto, estamos llegando a unos extremos en los cuales se está acabando con la espontaneidad de la vida.

P. ¿Y su resistencia a escribir en un ordenador tiene que ver con esto?

R. No, no hay ningún rechazo. En realidad, es que me gusta escribir sobre papel, sacar la hoja, corregirla a mano, hacer mis tachaduras, mis flechas, mis cambios. Me gusta volverla a teclear porque, aunque sea un trabajo y a veces las tecleo hasta cinco veces, o las que haga falta, cada vez que la tecleo no es como si la releo, la hago un poco más mía, la asumo, la apruebo y digo: “Vale, esto va”. Le doy el visto bueno.

GUILLERMO ALTARES
El País, Babelia, 2 de abril de 2011

Todo esto y mucho más en el blog del autor Javier Marías  http://javiermariasblog.wordpress.com/   que además paso a incorporar a nuestra lista de blogs interesantes (fija en la columna izquierda).

domingo, 30 de octubre de 2011

LEYENDO "LOS ENAMORAMIENTOS"...






Sí, todo se atenúa, pero también es cierto que nada desaparece ni se va nunca del todo, permanecen débiles ecos y huidizas reminiscencias que surgen en cualquier instante como fragmentos de lápidas en la sala de un museo que nadie visita, cadavéricos como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, materia pasada, materia muda, casi indescifrables, sin apenas sentido, absurdos restos que se conservan sin ningún propósito, porque no podrán recomponerse nunca y ya son menos iluminación que tiniebla y mucho menos recuerdo que olvido. Y sin embargo ahí están, sin que nadie los destruya y los junte con sus trozos desperdigados o hace siglos perdidos: ahí están guardados como pequeños tesoros y superstición, como valiosos testigos de que alguien existió alguna vez y de que murió y tuvo nombre, aunque no lo veamos completo y su reconstrucción sea imposible, y a nadie le importe nada ese alguien que no es nadie.

jueves, 27 de octubre de 2011

JAVIER MARIAS, LA PEREZA Y EL AMOR --- ENTREVISTA---


La casa donde vive Javier Marías, en el centro histórico de Madrid, tiene un aire de viejo caserón. Es un lugar con muchos muebles de madera, atestado de libros antiguos y soldaditos de plomo que, como si tuvieran vida propia, van invadiendo todos los rincones de la vivienda, desde el lavabo hasta el dormitorio. En el pasillo de entrada, se diría que un terremoto ha provocado una inclinación de varios centenares de volúmenes, que se extienden junto a una pared diáfana como si estuvieran a punto de caerse, luciendo un efecto parecido al de la torre de Pisa.

“Es un amontonamiento absurdo, los tengo que bajar al piso de abajo...”, dice el escritor, que recibe al Magazine para hablar de Los enamoramientos (Alfaguara), su nueva novela, que se pone a la venta a mediados de la próxima semana y en la que una mujer que trabaja en una editorial y que observa cada día a una pareja de enamorados va a verse envuelta, sin pretenderlo, en la historia de ambos. La conversación con Marías es a veces interrumpida por los silbidos del fax, un artilugio que, en este contexto, parece de la época de sus diminutos guerreros napoleónicos.


¿Esta novela trata de lo que indica su título, de los enamoramientos?
Quizá no sólo, pero indudablemente ese es uno de los asuntos. El enamoramiento, que no es sólo un proceso, como se dice, sino también un estado. Se tiende a confundir: se dice que es el proceso del encantamiento, del alelamiento, y no. Hay personas que llevan años juntas, diez, quince o los que sean, y tienen una profunda conciencia de estar enamoradas. No es que quieran mucho a la otra persona, que le tengan cariño, es que sin ella no pueden vivir, es un estado duradero y no un simple proceso. Esa persona los debilita, se deshacen ante ella, se lo toleran todo. Sienten verdadera debilidad, algo que les impide ser objetivos, ese algo que nos desarma a perpetuidad.

¿Algo bueno y malo a la vez?Esta novela es pesimista y sombría, aunque el asunto anunciado en el título, en principio, sugeriría lo contrario, al ser algo que la gente celebra y ansía, todo el mundo quiere probarlo, incluso los muy jóvenes, a pesar de que no tienen referencias directas de ello. Es algo bueno, nos hace ver la vida más armónicamente, ser más generosos. Bajo ese estado, se puede llegar a hacer cosas muy nobles. Pero he comprobado a lo largo de mi vida, en mi propia piel y como observador, que puede suceder lo contrario: el estado de enamoramiento justifica grandes vilezas. He visto a personas de carácter bondadoso convertirse en seres ruines y feroces, sin ninguna piedad, para defender su amor o por alcanzarlo. En la novela se encuentra uno con seres que viven ese trance y que por ello dejan pasar cosas que serían en verdad imperdonables, incluso pueden llegar a comportarse como criminales... Ese envilecimiento también existe, y la gente encima lo comprende: “Es que la quería tanto que no sabía lo que hacía”.


No es una visión romántica.
Los dos enamoramientos principales que aparecen en la obra no aspiran a mucho, por así decir. Son un poco derrotados, de alguien que sabe que eso no va a ir a ninguna parte, que solamente va a llegar a donde ha llegado ya, y que está conforme. No podemos pretender ser los primeros ni los preferidos, sólo somos lo que está disponible y que pasaba por allí. A la vez, con eso poco noble es con lo que se erigen los grandes amores. Todos venimos de ahí, de los descartes, los fracasos y las timideces ajenas. Todo el mundo siente el propio enamoramiento como algo
escogido, la gente tiene la fantasía de que el destino le ha unido a tal persona o a tal otra. Es muy ingenuo. En el fondo, hay un elemento tan azaroso que uno acaba estando con las personas que se cruzan en su camino. Es como un sorteo: a ver, ¿quién ha quedado libre por aquí y que esté cerca de mí? Yo he acertado a pasar por aquí en este momento y me ha tocado.

También el tesón puede tener su recompensa...
Claro, a veces es que alguien nos ha conquistado, nos ha anexionado a base de insistencia o de engaño. Cuántas veces no se lleva uno desagradables sorpresas. Aquella persona que parecía tan interesada por las cosas de las que uno hablaba, pero que luego descubres que en realidad no le interesan nada, que todo era parte de una estrategia o artimaña, o de un entusiasmo inicial que al poco se desvanece. 


¿Seguro que es un libro pesimista? No parece una experiencia del todo negativa.
Lo veo pesimista porque refleja cómo va siendo el mundo y la gente cada vez más.


¿Cómo?
Cada vez está más dispuesta a dejar pasar las cosas, por enamoramiento, por pereza, por indiferencia o por sobreabundancia de cosas que quedan impunes. Hay cosas tan graves, que hacen que uno piense: por qué me voy a molestar yo en intentar buscar justicia para un hecho menor o pequeño. Si la justicia no puede esclarecer más que un 3% de los asesinatos de México, de la guerra contra el narco, ¿qué más da un crimen más, del que yo he tenido conocimiento? Hay un momento en que la sociedad puede perder la idea de justicia, ese es el ambiente que reflejo, esa actitud de dejar pasar.

¿Qué tienen que ver la pereza y el amor?
Para establecer una relación hay que conocer a otro, contarle la vida a alguien, dejarse cortejar, estimular, mostrar la mejor cara, dar un paso y luego otro y otro, en un proceso que a cierta edad tiene algo inevitablemente de repetitivo y ya ­probado.


Se habla también de la espera, que alimenta el deseo...
Cuando uno desea algo largo tiempo, resulta difícil dejar de quererlo. La espera nutre y potencia el deseo, porque cuesta reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta. No es demasiado raro que uno se instale ahí y viva con confortabilidad en esa espera y que el cumplimiento de aquello deseado nos suponga un verdadero engorro y un trastocamiento de nuestra estabilidad. Uno se permite desear vehementemente aquello que sabe que no se puede dar.


En el libro también se reflexiona sobre los amantes en parejas ya establecidas...
Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el que está casado se separa o queda viudo. A veces las historias simultáneas no pueden existir la una sin la otra. También lo he observado. Uno puede desear poder estar del todo con alguien, y una vez que se le ofrece la posibilidad, pues resulta que no, que necesitaba que hubiera otra pata de la mesa. En los enamoramientos hay mucha mitificación, es un sentimiento que muchas veces sirve de coartada, de disfraz, para la cobardía.


El amor está muy presente en sus otras novelas, pero ¿es este su libro sobre el tema?
No, no es un libro sobre el amor, sino sobre el enamoramiento, sobre ese estado, esa conciencia. Y sobre la impunidad, sobre que los muertos vuelvan, sobre la sospecha, sobre la posibilidad de no acabar de saber nunca las cosas, porque la verdad siempre es maraña... Mis libros nunca son de un único tema. 


No hay ni una sola frase que permita acusarle de cursi...Creo que no debe de haberla, no, y tampoco se me podrá acusar de lo contrario, de truculento o cínico. Yo escribo para, simplemente, mirar las cosas con normalidad. Sin apriorismos.

La narradora, María Dolz, trabaja en una editorial. Eso le permite una visión muy cercana y humorística sobre editores y escritores...
El mundillo editorial es un breve capítulo. Lo normal es que si alguien trabaja en el mundo editorial no tenga ninguna mitomanía con los escritores, a los que trata de cerca y ve sus flaquezas y mezquindades, así que los ve con poca veneración y respeto. En ese sentido, sí, hay comentarios desdeñosos y burlones hacia los escritores y los editores, incluso alguna broma sobre alguien que podría ser yo mismo, cuando ella dice que todavía hay algunos pirados que escriben a máquina y luego hay que escanearles los textos.



¿A usted le escanean los textos?
Sí, andan locos con eso. Escribo a máquina electrónica. Me lo toleran a estas alturas porque ya soy veterano, y porque soy yo, si fuera un joven que empieza, no me lo permitirían...


Hay un escritor obsesionado con el Nobel, para el que usted ha sido a veces ­candidato...
Es un escritor que ya ha memorizado en sueco lo que le soltará al rey Carlos Gustavo en la ceremonia. No se parece mucho a mí...


Y hay un editor catalán...
Todo eso forma parte de la caracterización del personaje de la narradora, es su entorno laboral.


Hay otros libros dentro del suyo, una novelita de Balzac, el Macbeth de Shakespeare, obras de Cervantes, el diccionario de Covarrubias... Son como personajes de papel.
Sí, habrá lectores de mi novela que tengan curiosidad por ese librito de Balzac y, en una especie de guiño, he decidido publicarlo en mi Reino de Redonda, con una buena traducción. Esa novela es un buen ejemplo de algo que no se da en la vida: que un muerto vuelva, regrese o resucite. En Los tres mosqueteros hay también una muerta que resultó no estar muerta. En la literatura se dan varios ejemplos de eso, tan extraño en la vida real. ¿Qué sucedería si volvieran los muertos que hemos llorado y cuya marcha nos ha dejado desolados? En la novela de Balzac vemos que esa vuelta puede ser mayor motivo de desolación que su propia muerte.


Como articulista es usted muy tajante, pero como novelista resulta enormemente sutil. Es un gran contraste.
En mis novelas hay muchas ambigüedades, mientras que como articulista el que interviene es el ciudadano Javier Marías. En las novelas el ciudadano no entra ni sale, escribo bajo una máscara, la del narrador. Ahí todas las actuaciones caben y no hay por qué juzgarlas. Una novela es lo contrario de un juicio. A un juez no le puedes explicar los problemas que tenías con la persona que has matado, eso es irrelevante, no viene al caso, pero en las novelas es procedente, porque no se juzga nada, se asiste a los hechos; detesto las moralejas. La novela permite comprender las contradicciones y las ambigüedades morales en que a menudo nos encontramos, uno puede pensar algo determinado y actuar de modo totalmente contrario a ello.
Otro tema es el de la verdad, de hecho en su libro no se acaba de saber bien lo que ha pasado...
No del todo. Da la impresión de que sí se sabe, pero quedan elementos dudosos. Mis novelas están narradas en primera persona desde hace ya muchos años. Y el que cuenta no siempre cuenta toda la verdad, cuenta interesadamente, no es el oráculo sino un personaje como cualquier otro, que a veces oculta algo para no quedar demasiado mal, y a veces no ha querido saber algo a ciencia cierta. Con lo cual el lector se queda sin saberlo. Mi narrador no es omnisciente, no se mete en las alcobas de los matrimonios ni asiste a las batallas desde arriba.


La bruma que envuelve a la realidad, dice un personaje...
Todo, al final, se vuelve relato, y apenas se diferencia lo acontecido de lo inventado. En el fondo, todo nos llega de manera relatada. ¿Qué es lo real? Si usted me cuenta su vida, la voy a escuchar de manera similar a como oigo un relato cualquiera, y no importa mucho que pertenezca a la realidad o que sea ficticio, la manera en que algo queda flotando en nuestra memoria es muy similar, todos los hechos acaban reducidos a narración.


Sus novelas están escritas a dos velocidades, la de la reflexión y la de la acción. Y da la impresión de que usted sabe cómo detener el tiempo…
Así es como escribo desde hace mucho, ahora se cumplen 40 años de mi primera novela, publicada en 1971, diecinueve años tenía... No es que sea viejísimo, pero sí muy veterano, más que Eduardo Mendoza, que es mayor, pero debutó en 1975. Mi primera novela era casi toda acción, muy rápida, con mucho diálogo y cinematográfica, pero ahora no, ahora hay más reflexión que acción, siempre interrelacionadas. Esta novela no es sencilla, tiene complejidad, pero la historia es casi esquemática si la compara con Tu rostro mañana y sus 1.600 páginas.


De hecho, la trama casi parece de novela negra.
Hombre, todo se puede reducir a eso, hay una muerte y no está muy clara, ciertamente, pero la tonalidad del libro no es esa. Los argumentos en el fondo son los mismos para todo. Para Shakespeare y para un culebrón. Lo importante de una novela no son los hechos sino las posibilidades y las ideas que nos inocula. Lo que importa es el tratamiento, la escritura y la hondura. Shakespeare está lleno de asesinatos, traiciones, venganzas, incestos... Todo puede ser cualquier cosa.


Cumplirá 60 años y lleva 40 escribiendo. ¿Balance?
Tengo mucho contento de haberme dedicado a escribir, pero... en cualquier otro oficio, zapatero, profesor, uno va ganando confianza a lo largo del tiempo, sabe que tiene unos recursos. En cambio, a mí me pasan los años y siempre tengo la enorme duda de si lograré acabar la novela o de si será una patata. 


¿De verdad?
Hasta el punto de que, al acabar Los enamoramientos, a la primera persona que la leyó le pregunté, tembloroso: “¿Tú la ves publicable?”. Ni siquiera de eso estaba yo seguro. Y eso es muy pesado, llevar cuarenta años haciendo esto, he escrito una novela cada tres años, y aún estamos en estas...


Pero si usted ya forma parte de la historia de la literatura...
La posteridad siempre me ha parecido ridícula, y en estos tiempos más todavía. Todo dura cada vez menos, todo se hace viejo más rápidamente, es particularmente absurdo pensar que algo tenga durabilidad. 


También habla en su libro de la ­paternidad...
Yo no tengo hijos, pero imagino que un padre ve la perplejidad de su niño ante las cosas y que eso le da pena. Que le dan pena sus expectativas y sus pequeños chascos, sus preguntas tan lógicas, y sobre todo ver que nadie puede hacer nada por ellos, y sentir que es injusto que cada generación pase por los mismos disgustos y sufrimientos que la anterior, más o menos ­eternamente. 


¿Y qué dice de su primera narradora mujer?
No me ha costado nada. Solamente tenía una antes, en un cuento de diez o doce páginas, una chica que se presentaba a un papel de una película porno. Mis narradores masculinos no son psicologistas ni introspectivos, no miran en tanto que varones, sino que simplemente llevan pantalones y se fijan en las piernas de una mujer, y aquí la narradora lleva sostén y se fija en los hombres, pero a la hora de hacer lo que hace un narrador, que es observar y reflexionar, las diferencias entre hombres y mujeres no son grandes. Me irrita que se hable de la mirada de la mujer, de la sensibilidad femenina; lo dicen feministas, pero me parece una frase terriblemente machista, porque hay tantas sensibilidades femeninas como mujeres hay en el mundo. De hecho, he visto quejas de que en las novelas aparecen mujeres que son simplemente la mujer o la novia de alguien y que no se sabe ni a qué se dedican. Pues yo he dejado aquí a propósito en una nube a qué se dedica el personaje masculino principal, Díaz Varela, hubiera podido aclararlo en una frase, pero no, no lo he hecho, para dejar claro que eso no importa.


¿El profesor Francisco Rico ha leído la novela?
No. Si la quiere leer, que se la compre. Ya le he anunciado que vuelve a salir como personaje. Bueno, en fin, creo que se la regalaré...


Protagoniza algunos de los momentos más divertidos...
Ya lo he sacado tres o cuatro veces, al principio cambiándole el nombre. Pero él estaba harto y quería salir como Francisco Rico. Me dijo: “Si hablas del museo del Prado, dices ‘el museo del Prado’, no del Pardo; pues yo, lo mismo, como una institución”. Ya es como una marca de fábrica mía, con sus grandes gafas, su elegancia negligente, algo inglesa, algo italiana, y su actitud entre indolente y mordaz, con esa mirada melancólica de un hombre que, sintiéndose ya pasado, deplora tener que entenderse con sus contemporáneos aunque, eso sí, tirando tejos teóricos a las mujeres en cualquier circunstancia.

Hay un momento en que pierde la compostura...
Sí, claro, es que ve que alguien tiene una edición del Quijote que no es la suya...


¿Sigue usted fumando tanto como él?
Sí, me dice el médico que sería hora de dejarlo. Ya lo sé, ya lo sé, pero es que si no fumo, no escribo...


La Vanguardia.com
Entrevista a Javier Marías

miércoles, 26 de octubre de 2011

JAVIER MARÍAS, ESCRITOR.


Biografia Básica


Javier Marías Franco (Madrid, 20 de septiembre de 1951) es un escritor, traductor y editor español. Es miembro de la Real Academia Española desde 2006 y ocupa el sillón R.

Hijo del filósofo Julián Marías, pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos, ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió tras su excarcelamiento impartir clases en la universidad española, por lo que entre 1948 y 1950 colaboró con José Ortega y Gasset en la creación del Instituto de Humanidades. Desde 1951 dio clases en universidades americanas y en 1964, una vez rehabilitado su prestigio público, ingresó en la Real Academia Española.

Javier Marías recibió una sólida educación liberal en el Colegio Estilo, heredero de la Institución Libre de Enseñanza. Se licenció en Filosofía y Letras (rama de Filología inglesa) por la Universidad Complutense de Madrid.

Sobrino y primo, respectivamente, de los cineastas Jesús Franco y Ricardo Franco, colaboró con ellos en su juventud traduciendo o escribiendo guiones, e incluso apareciendo como extra en algún largometraje.

En 1970 escribió su primera novela, Los dominios del lobo, que sería publicada al año siguiente. Entre la escritura de la obra y su publicación, conoció al escritor Juan Benet, al que le uniría a partir de entonces una gran amistad, y que fue una figura clave en su vida personal y literaria.

 
En 1972 publicó su segunda novela, Travesía del horizonte, y en 1978 la tercera, El monarca del tiempo. Ese mismo año apareció su traducción de la novela de Laurence Sterne La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, por la que le fue concedido al año siguiente el Premio de traducción Fray Luis de León. En 1983 publicó su cuarta novela, El siglo.

Entre 1983 y 1985 impartió clases de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford. En 1984 lo haría en el Wellesley College en Boston y entre 1987 y 1992 en la Universidad Complutense de Madrid.

En 1986 publicó la novela El hombre sentimental y, en 1988, Todas las almas. Esta última, aunque obra de ficción, narra la historia de un profesor español que imparte clases en Oxford, lo que dio lugar a algún equívoco al ser identificado de forma errónea el narrador con el autor. Los protagonistas de sus novelas escritas desde 1986 son intérpretes o traductores. De éstos, Marías ha escrito: “Son personas que han renunciado a sus propias voces”.

En 1990 se publicó su primera recopilación de relatos breves, Mientras ellas duermen y en 1991 su primera recopilación de artículos periodísticos, Pasiones pasadas. En años sucesivos aparecieron nuevos volúmenes recopilando su obra publicada en prensa y revistas.

La obra Corazón tan blanco (1992) en la que se mezclan novela y ensayo tuvo un gran éxito tanto de público como de crítica convirtiéndose en uno de los puntos de referencia del denominado Hibridismo Genérico, y supuso su consagración como escritor. Fue traducida a decenas de lenguas, y el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki mencionó a Marías como uno de los más importantes autores vivos de todo el mundo.

Su siguiente novela, publicada en 1994, Mañana en la batalla piensa en mí (título tomado de un verso de Shakespeare, al igual que Corazón tan blanco), recibió numerosos premios en Europa y América.

En 1998 apareció Negra espalda del tiempo, novela en la que Javier Marías detalla los cruces entre ficción y vida real producidos por la falsa interpretación de Todas las almas como un roman à clef. Es también en esta obra donde se cuenta la historia del “legendario, real y ficticio” Reino de Redonda, del que Marías se acababa de convertir en soberano, con el nombre de Xavier I, tras la abdicación de Jon Wynne-Tyson. Con evidente tono lúdico, Marías (pese a su republicanismo confeso) aceptó el título con el objeto de defender el legado literario del Reino, nombró una corte formada por personajes de la cultura nacional e internacional y convocó un premio anual. En el año 2000 creó la editorial “Reino de Redonda”.

En 2002 comenzó a publicar la que podría calificarse como su novela más ambiciosa, Tu rostro mañana. Aunque de lectura independiente, continúa con algunos de los personajes (en particular, el narrador) de Todas las almas. Debido a su extensión, más de 1500 páginas, el autor decidió publicarla en 3 tomos (Fiebre y lanza, 2002, Baile y sueño, 2004 y Veneno y sombra y adiós, 2007).

En 2011 publicó la novela Los enamoramientos, en la que nos centraremos en lo sucesivo con el fín de preparar y documentar todo lo posible la próxima tertulia del 11 de noviembre.

Fuente: Wikipedia.

martes, 25 de octubre de 2011

KIM, MATICES EXOTICOS EN LA NOVELA VICTORIANA

Hola amigos, 
os dejo a continuación una reseña sobre "Kim" que nos envia nuestra querida amiga María García y que desea compartir con todos nosotros pues como ella mismo opina "Estoy de acuerdo con esta crítica, en que es un libro para leerlo sin prisas, que se recrea con gran deleite en las pequeñas cosas, porque a la vez que disfrutas mucho más, te impregna de una gran paz"

Yo personalmente, estoy absolutamente de acuerdo con María y le agradezco enormemente que lo comparta con nosotros.


Un abrazo.




"La luz fue concentrándose sobre sí misma con delicadeza y por un instante pintó de rojo sangre los rostros, las ruedas de los
carromatos y los bueyes. Luego llegó la noche, y cambió el tacto del aire, y cayó una bruma baja, uniforme, como un velo azul, sobre el rostro del país, e intensificó, dándole nitidez, el olor a humo de leña y a reses, y el delicioso aroma de las tortas de trigo cocinadas al calor de las brasas."


Mondadori, 2006, 445 pp

Con motivo de esta bella edición de uno de los grandes clásicos de la novela de viajes, merece la pena revisar la piedra angular de este narrador de la Inglaterra colonial, que nació en Bombay en 1865 y alumbró, entre muchos títulos, El libro de la selva. También es autor del poema If (Si puedes mantener intacta tu firmeza / cuando todos vacilan a tu alrededor...) que tanto gusta a ciertos políticos y de frases lapidarias como «Llena cada minuto irrepetible con sesenta segundos que merezcan la pena».
Además de ser la obra más ambiciosa de Rudyard Kipling, Kim ha sido considerada ―tal vez junto con Un pasaje a la India de E.M. Forster― la novela más completa sobre la compleja sociedad hindú bajo el yugo colonial británico.
El protagonista de esta exótica peripecia es Kimball O’Hara ―Kim―, el hijo huérfano de un soldado irlandés. Este conocerá a un lama tibetano, a quien decide acompañar en la búsqueda de un río sagrado. Sin embargo, el viaje esconde una misión secreta, que será la antesala de la futura carrera de Kim en los servicios secretos.
Esta novela iniciática y de aventuras fue publicada en 1901 y desde entonces ha sido un punto de referencia para la literatura de inspiración orientalista, como el Siddhartha con el que Hermann Hesse acabó de cimentar en 1922 la idealización de la India. Quien haya visitado el subcontinente indio ―como el servidor que escribe estas líneas― habrá comprobado por sí mismo que este escenario trufado de sabios maestros, rituales sagrados, desapego e iluminación es más una creación de Occidente, la India en la que nos gusta creer, que la realidad de un país que en la época de Kipling ya tenía 250 millones de habitantes y había sido repetidamente saqueado por las potencias extranjeras.
Sin duda, Rudyard Kipling era el autor de cabecera de la arrogancia colonialista, y por eso fue definido por George Orwell como «el profeta del imperialismo británico en su fase expansionista». Y fue profeta en su continente, ya que en 1907 recibiría ―en gran parte gracias a Kim― el Premio Nobel de Literatura por su «poder de observación, originalidad de imaginación, virilidad de ideas y remarcable talento para la narración».
Y es innegable que Kipling tiene unas dotes excepcionales para hilvanar las historias que fue recogiendo desde su infancia, de la cual esta novela es en cierto modo una evocación sentimental. La búsqueda del río mítico —encarnación del grial, de la sabiduría o de la liberación— rige la segunda parte de la novela, en la que el autor británico despliega sus vivas y diáfanas descripciones:

"Día tras día fueron adentrándose cada vez más en la tortuosa cordillera, y día tras día, Kim observaba como el lama recuperaba fuerzas […] Al pasar por debajo de la gran vía de acceso hacia Mussuri se recompuso, como un anciano cazador que se encuentra con una loma conocida, y en un momento en que debería de haberse desplomado por el agotamiento, se ciñó sus largos ropajes, inspiró una profunda bocanada de aire diamantino, y echó a andar como solo sabe hacerlo un montañés."

Este no es, en cualquier caso, un libro para lectores impacientes. Pese a la abundancia de diálogos y de situaciones variopintas, la historia de Kim se desarrolla lenta y morosa como los viajes en la India de 1900. La atención que presta Kipling a los matices exóticos y a los personajes que entran y salen aletargando la línea argumental es heredera directa de la novela victoriana, cuando los aristócratas tenían todo el tiempo del mundo para leer y gozaban penetrando en ambientes «pintorescos» en los que jamás hubieran puesto el pie.

Kim es entretenimiento escapista con un plus edificante, ya que Kipling había desgranado previamente lo bueno y mejor de la espiritualidad hindú para ensanchar el horizonte del burgués que toma el té ―tal vez cosechado en Assam o Darjeeling bajo condiciones infrahumanas― en un confortable salón.
Tal vez esta obra quede un poco lejos de la actual épica viajera y literaria, pero sigue siendo un testimonio único de los orígenes de nuestra visión de Oriente como parque temático donde solazar el gastado espíritu occidental.
                                                            -Francesc Miralles-


Fuente:
http://latormentaenunvaso.blogspot.com/2006/09/kim-rudyard-kipling.html

jueves, 20 de octubre de 2011

A MARTA...


Soneto XCIV

Si muero 
sobrevíveme con tanta fuerza pura
Que despiertes la furia del pálido y del frío,
De sur a sur levanta tus ojos indelebles,
De sol a sol que suene tu boca guitarra.

No quiero que vacilen tu risa ni tus pasos,
No quiero que se muera mi herencia de alegría,
No llames a mi pecho, estoy ausente.
Vive en mi ausencia como en una casa.

Es una casa tan grande la ausencia
Que pasarás en ella a través de los muros
Y colgarás los cuadros en el aire.

Es una casa tan transparente la ausencia
Que yo sin vida te veré vivir
Y si sufres, mi amor, me moriré otra vez.
                                                    Pablo Neruda



Este Soneto de Pablo Neruda lo eligió mi amiga para su entierro, y así se hizo... mientras sonaba su canción preferida de fondo, se leyó...

De verdad que no tengo palabras por las muestras de cariño que recibo... sois geniales... es muy duro perder a una amiga tan joven... ya no la podré ver más, pero su recuerdo siempre estará conmigo...

Muchas gracias a todos. Un beso muy grande.

                                          Ana Torres

JUSTICIA


DESDE MI DIQUE:

NOTICIA

”AGENCIAS.
Llamar «zorra» a la esposa no constituye menosprecio o insulto si quien utiliza este término lo hace «para describir a un animal que debe actuar con especial precaución», según dice la Audiencia Provincial en la sentencia que revoca la condena de un hombre por un delito de amenazas y que es firme al no caber contra ello ningún tipo de recurso.

Dicha sentencia, de la que es ponente el juez Juan del Olmo, indica que el Juzgado de lo Penal número 2 de Cartagena condenó al acusado a la pena de un año de prisión por un delito continuado de amenazas en el ámbito familiar al considerar probado que a través de unas llamadas telefónicas hechas al hijo común llegó a decir que «como la justicia no hacía nada se la iba a tomar por su mano, que la vería en el cementerio, en una caja de pino y que saldría por la televisión» y juró esto «por el sol».

La Audiencia Provincial de Murcia no aprecia en los hechos probados que en el comportamiento del denunciado hubiera una situación de dominación sobre su mujer, por lo que lo condena a la pena de ocho días de localización permanente por una falta de amenazas leves.

Bueno amigos, ésta es la noticia tal y como ha sido escrita en los medios de comunicación y no he podido hacer menos que comentarla.

A este pedazo de juez cabrón, visto cabrón como macho maduro de un espécimen magnífico de animal, no como insulto, parece que le encantan los matices semánticos.

Tengo ya unos añitos, y nunca he visto ni he oído llamar a una mujer “Zorra”, referida la palabra a su astucia o a la especial precaución que posee. Nunca. Pero será que mi ignorancia es muchísimo mayor que la de este magistrado puerco espín, visto desde lo punzante de sus sentencias, no como puerco. Supongo que la clarividencia que expone al impartir justicia esta mosca cojonera, visto desde la coincidencia de color entre la toga y el insecto, nunca desde el punto de vista de tocar los cojones a la mayoría de la sociedad silenciosa, es fruto de años de experiencia y sabiduría acumulada.

Vengo de una tierra donde se llama “hijoputa” al mejor de tus compadres, sin ningún ánimo de ofensa, sino cariñosamente, así que hay que entender que este espécimen de topo, visto desde el punto de vista de su laborioso trabajo, nunca por su ceguera, haya entendido que una palabra como “zorra” nunca fue lanzada para herir, avasallar, amenazar, menospreciar o vejar. Parecemos cenutrios.

Un perro de este calibre, desde el punto de vista de la enconada fidelidad que profesa a la justicia, nunca pensando en el animal rabioso que muerde y huye con el rabo entre las patas, debe ser un ejemplo para nosotros por su imparcialidad y su esfuerzo en hacer más seguro este mundo.
Alabemos pues a este “ortojuez”, desde el punto de vista del prefijo orto (cualidad de recto, directo, correcto…), nunca visto como lo ven los argentinos, y disfrutemos de su estancia entre nosotros para que nos indique el camino hacia la verdad.

Disfrutemos de esta magnífica colección multicolor de sentencias que nos regala este juez que como polla, refiriéndome al ave  de plumas oscuras, pico rojo, y patas verdes, nunca al vulgar pene, nos alegra la existencia como un arco iris preñado de matices.

Y si alguna vez nos pareciera que la persona es idiota, visto como que molesta por su inoportunidad o indiscreción, nunca por su falta de inteligencia, seamos comprensivos. Por su trabajo ha estado en contacto con los peores engendros de la sociedad, y en su afán de corregirlos y reinsertarlos a la sociedad, pudiera ser que tuviera que hacer de “zorra” de alguno de ellos, siempre visto desde el punto de vista del animal que actúa con especial precaución, nunca visto como entregar algo a cambio de servicios sexuales. Aunque en mi fuero interno, preferiría que hubiera recibido lo segundo.

                                                          Enrique Luna

martes, 11 de octubre de 2011

EL CUENTO MAS HERMOSO DEL MUNDO

EL CUENTO MAS HERMOSO DEL MUNDO - Rudyard Kipling




Se llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo
que estaba allí como espectador; le insinué que volviera a su casa.


Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un nombre inmortal, sobre todo a fuerza de
poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera oportunidad; creía en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que gana veinticinco chelines por semana.
Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella», candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas.
Tapaba con apresuradas disculpas y descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso.


Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de "escribir algo realmente grande, usted sabe". Quizá lo
alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los ojos llameantes, y me dijo, trémulo:


- ¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.


- ¿Qué pasa? - pregunté, aunque lo sabía muy bien.


- Tengo una idea en la cabeza, que puede convertirse en el mejor cuento del mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.


Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar enseguida.
Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió más despacio, las  tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso del mundo no quería salir.


- Ahora parece tan malo - dijo lúgubremente -. Sin embargo, era bueno mientras lo pensaba. ¿Dónde está la falla?


No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:


- Quizá no estés en ánimo de escribir.


- Sí, pero cuando leo este disparate...


- Léeme lo que has escrito - le dije.


Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.


- Habría que abreviarlo - sugerí cautelosamente.


- Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear el sentido.
Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.


- Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese manuscrito y revísalo dentro de una semana.


- Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?


- ¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.


Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas infinitamente menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos hombres. Pero Charlie proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el
fin. Era insensato abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podía hacer tanto con ella.
No todo lo que sería posible hacer, pero muchísimo.


- ¿Qué le parece? - dijo al fin. Creo que lo titularé «La Historia de un Buque».


- Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder aprovecharla. En cambio, yo...


- ¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí - dijo Charlie en seguida.


Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada, franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso. Sin embargo, antes de apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi conciencia.


- Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento - le dije.


Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:
- Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.


Los tenía - nadie lo sabía mejor que yo - pero eran argumentos ajenos.


- Míralo como un negocio entre hombres de mundo - repliqué -. Con cinco libras puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes estar seguro que no abonaría ese precio si...


- Si usted lo ve así - dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los libros.


Cerramos trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas que se le ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:


- Cuéntame cómo te vino esta idea.


- Vino sola.


Charlie abrió un poco los ojos.
- Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en alguna parte.


- No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta en el héroe?


- Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era pirata. ¿Cómo vivía?


- Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.


- ¿Qué clase de barco?


- Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos, y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los hombres.



- ¿Cómo lo sabes?


- Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se ríe y lo azotan. Está encadenado a su remo,naturalmente.


- ¿Cómo está encadenado?


- Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo. Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los agujeros de los remos.
¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el remo, y moviéndose con el banco?


- Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.


- ¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí se enloquecen. Cuando en esa cubierta muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan,
encadenado, y tiran los pedacitos al mar, por el agujero del remo.


- ¿Por qué? - pregunté asombrado, menos por la información que por el tono autoritario de Charlie Mears.


- Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los bancos, irguiéndose a un tiempo en sus cadenas.


- Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?


- Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal vez he leído algo, si usted lo dice.


Al rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motín, piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al héroe por una desesperada odisea, lo había rebelado contra los
capataces, le había dado una nave que comandar, y después una isla "por ahí en el mar, usted sabe"; y, encantado con las modestas cinco libras, había salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir. Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y creía poder aprovecharlo de algún modo.


Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían sido revelados.
Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvía en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de Longfellow.


- ¿No es espléndido? ¿No es soberbio? - me gritó luego de un apresurado saludo. Oiga esto:


- ¿Quieres - preguntó el timonel - saber el secreto del mar? Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio.


- ¡Demonios!


- Sólo quienes afrontan sus peligros comprenden su misterio - repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los versos en inglés.


- Pero yo también puedo comprenderlo - dijo - No sé cómo agradecerle las cinco libras. Oiga esto:


Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas, la agitación de las mareas y los marineros españoles, de labios barbudos y la belleza y el misterio de las naves y la magia del mar. Nunca he afrontado peligros, pero me parece que entiendo todo eso.


- Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?


- Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado del Equinoccio


Me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión que lo sacudía.


- Cuando viene esa tormenta - prosiguió - todos los remos del barco se rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted ya hizo mi argumento?


- No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.


- No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo. Anoche, en la cama, estuve pensando, después de concluir La Isla del Tesoro. Inventé una porción de cosas para el cuento.


- ¿Qué clase de cosas?


- Sobre lo que comían los hombres: higos podridos y habas negras y vino en un odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.


- ¿Tan antiguo era el barco?


- Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le aburre que hable de eso?


- En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?


- Sí, pero es un disparate. - Charlie se ruborizó algo.


- No importa; dímelo.


- Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted sabe.


- ¿Tienes el papel?


- Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en la primera hoja del libro.


- Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.


- Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.


- ¿Qué se supone que esto significa en inglés?


- Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: "Estoy cansadísimo". Es absurdo - repitió - pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.


- Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.


- Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.


- Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?


- Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.


Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policía ante una puerta llamada "Entrada Prohibida" en un corredor del Museo Británico. Lo que yo exigía, con toda la cortesía
posible, era "el hombre de las antigüedades griegas". El policía todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso término a mi busca tomando la hoja de papel entre
el pulgar y el índice, y mirándola con desdén.


- ¿Qué significa esto? Veamos - dijo -; si no me engaño es un texto en griego sumamente corrompido, redactado por alguien - aquí me clavó los ojos - extraordinariamente iletrado.


Leyó con lentitud:


- Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.


- ¿Puede decirme lo que significa este texto?


- He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester. Eso es lo que significa.


Me devolvió el papel; huí sin una palabra de  agradecimiento, de explicación o de disculpa.


Mi distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le parecieran reales a Charlie. Las
Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida sucesiva, se habían distraído esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le había sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba enteramente el conocimiento que me había vendido por  cinco libras; y perseveraría en esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden  la mentempsicosis, y una buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego.
Me suministraría - aquí bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras mutiladas -
materiales que darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibiría como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabría que era absoluta y literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse.


Sólo había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho había sido en sus vidas anteriores, y desesperadamente
ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus lecturas; casi agotó mi paciencia, recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres.
Calumnié las glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el ímpetu inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.


- ¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para los ángeles? -
exclamó una tarde -. ¿Por qué no escribe algo así?


- Creo que no te portas muy bien conmigo - dije conteniéndome.


- Ya le di el argumento - dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.


- Pero quiero detalles.


- ¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.


Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo que Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las puertas, tenía que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción momentánea podía estorbar una
preciosa revelación. A veces dejaba los libros - los guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera escandalizado el gasto de dinero que representaban - y se perdía en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba
recargada, coloreada y deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada.


Hablaba de la galera - de su propia galera, aunque no lo sabía - con imágenes de La Novia de Abydos. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del Corsario y agregaba desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo, esperando que yo las aprovechara. Sólo
cuando hablábamos de Longfellow esos remolinos se enmudecían, y yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la recordaba.


- ¿Esto qué te parece? - le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más favorable para su
memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la Saga del Rey Olaf.


Escuchaba atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué a la canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa:


Einar, sacando la flecha de la cuerda que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se quebraba bajo tu mano, oh Rey.


Se estremeció de puro deleite verbal.


- ¿Es un poco mejor que Byron? - aventuré.


- ¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?


Repetí una estrofa anterior:


- ¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el estruendo de un barco destrozado al encallar.


- ¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen zzzzp contra la costa?
Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero volver a oír "The Skerry of Shrieks"


- No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?


- Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde la golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?


Al principio hablaba con vacilación, bajo un hermoso temor inglés de que se rieran de él.


- No, es una novedad para mí - respondí humildemente, y ya me latía el corazón.


- El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba. Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos arrimamos al otro barco, y quedé inmóvil, con los tres
compañeros encima y el remo grande atravesado sobre nuestras espaldas.


- ¿Y?


Los ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi asiento.


- No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba quieto. Luego, nuestros remeros de la izquierda - atados a sus remos, ya sabe - gritaron y empezaron a remar hacia atrás.
Oía el chirrido del agua, giramos como un escarabajo y comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a embestirnos con el espolón, por el lado izquierdo. Apenas pude levantar la cabeza y ver su velamen sobre la borda. Queríamos recibirla con la proa, pero era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque el barco de la derecha se nos había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los remos de la izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la proa.
 Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el cabo para arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.


- ¿Cómo sucedió eso?


- La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un estruendo ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las amarras, y tiraron cosas en la cubierta de arriba - flechas, alquitrán ardiendo o algo que quemaba - y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el
derecho se sumergió, y di vuelta la cabeza y vi el agua inmóvil cuando sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó sobre nosotros, y recibí el golpe en la espalda, y me desperté.


- Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?


Tenía mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en un mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de caer en la cubierta.


- Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos - dijo Charlie.


Precisamente. El otro había dicho: "Parecía un hilo de plata estirado sobre la borda, y pensé que nunca iba a romperse". Había pagado con todo, salvo la vida, esa partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para encontrarlo y para recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con
sus veinticinco chelines semanales, con su vida reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No era
consuelo para mí que una vez en sus vidas hubiera tenido que morir para aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces, pero detrás de mí, para que no empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.


- ¿Y entonces? - dije tratando de alejar el demonio de la envidia.


- Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a mi compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y darnos una oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad después de una batalla. Pero eso nunca sucedía, nunca.


Charlie movió la cabeza tristemente.


- ¡Qué canalla!


- No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.


- Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.


- No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a una argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea nos hamacara.


- Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?


- Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que mató al capataz.


- ¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?


- No acabo de entenderlo - dijo, perplejo -. Sin duda la galera se hundió con todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se pasó al otro barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.


Tuvo un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más.


No insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di la Transmigración de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.


- Qué disparate - dijo con franqueza, al cabo de una hora -; no comprendo ese enredo sobre el Rojo Planeta Marte y el Rey y todo lo demás. Deme el libro de Longfellow.


Se lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval, consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba sin levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera impreso en las hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la corriente, y sabía que ignoraba lo que decía, porque sus pensamientos estaban en el mar,
con Longfellow.


- Charlie - le pregunté -, cuando se amotinaban los remeros de las galeras, ¿cómo mataban a los capataces?


- Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los remeros. Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas; había demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó qué sucedía, lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron abriéndose camino hacia arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los
bancos rotos colgando y golpeando. ¡Cómo vociferaban!


- ¿Y qué pasó después?


- No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes capturó nuestra galera, me parece.


El sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si lo molestara una interrupción.


- No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera - dije al cabo de un rato.


Charlie no alzó los ojos.


- Era rojo como un oso rojo - dijo distraído -. Venía del norte; así lo dijeron en la galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y años después, otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...


Sus labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus ojos.


- ¿Dónde había ido?


Casi lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del cerebro de Charlie que trabajaba para mí.


- A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas - respondió al cabo de un minuto.


- ¿A Furdurstrandi? - pregunté, temblando de pies a cabeza.


- Sí a Furdurstrandi - pronunció la palabra de un modo nuevo - Y ví también...


La voz se le apagó.


- ¿Sabes lo que has dicho? - grité con imprudencia.


Levantó los ojos, despierto.


- No - dijo secamente -. Déjeme leer en paz. Oiga esto:


Pero Othere, el viejo capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó, entonces tomó una vez más su pluma y transcribió cada palabra. Y al Rey de los sajones como prueba de la verdad, levantando su noble rostro, extendió su mano curtida y dijo, observe este colmillo de morsa.


- ¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo tocarían tierra!


- Charlie - rogué -, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe valga tanto como Othere.


- Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.


Imagínense ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño - un niño irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz - de cuyo capricho depende el don de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde Charlie no había hablado de nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego. Pero ahora (o mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura de los vikingos, del viaje de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en el siglo nueve o diez. Había visto la batalla en el puerto; había referido su propia muerte. Pero esta
otra inmersión en el pasado era aún más extraña. ¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente recordaba ahora un episodio de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie Mears, en su estado normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me quedaba vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie.


Podía volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito, podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo el descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie y mientras él tuviera a su alcance un ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a maldecirlo abiertamente, apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se trataba de experiencias de hace mil años narradas por la boca de un muchacho
contemporáneo, y a un muchacho lo afectan todos los  cambios de opinión y aunque quiera decir la verdad tiene que mentir.


Pasé una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo acompañé. Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad del puente para mirar un vapor que
descargaba grandes lajas de mármol blanco y amarillo. En una barcaza que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La cara de Charlie se alteró; ya no era la de un empleado de banco, sino otra, desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el parapeto del puente y, riéndose muy
fuerte, dijo:


- Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.


La barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo encontrara palabras.


- Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?


- La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! - contestó -. Tengo que verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y almorzamos juntos en algún restaurante. Tengo una
idea para un poema.


- No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?


- No, a menos que esté inscrito en el "Clásico" de Liverpool.


Saludó y desapareció entre la gente.


Está escrito en la Saga de Eric el Rojo o en la de Thorfin Karlsefne que hace novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de Leif, erigidas por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode Island, los Skroelings - sólo Dios sabe quiénes eran - vinieron a traficar con los vikingos y huyeron porque los aterró el bramido de los toros que Thorfin había
traído en las naves. ¿Pero qué podía saber de esa historia un esclavo griego? Erré por las calles, tratando de resolver el misterio, y cuanto más lo consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y esa me dejó atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería
el de una de las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas, muchas existencias individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la mañana del mundo.


Examiné después la situación.


Me parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los señores de la Vida y la Muerte lo que esto  significaba para mí? Eterna fama, conquistada y compartida por uno solo. Me contentaría -
recordando a Clive, mi propia moderación me asombró - con el mero derecho de escribir un solo cuento, de añadir una pequeña contribución a la literatura frívola de la época. Si a Charlie le permitieran una hora - sesenta pobres minutos - de perfecta memoria de existencias que habían abarcado mil años, yo renunciaría a todo el provecho y la gloria que podría valerme su confesión.
No participaría en la agitación que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama "el mundo". La historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros hombres que ellos la habían escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro para que la vociferaran al mundo. Los moralistas
fundarían una nueva ética, jurando que habían apartado de los hombres el temor de la muerte.
Todos los orientalistas de Europa la apadrinarían  verbosamente, con textos en pali y sánscrito.
Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas que profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían las iglesias y sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media docena de sectas, igualmente fieles a la "Doctrina de la verdadera
Mentempsicosis en sus aplicaciones a la Nueva Era y al Universo", y vi también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como hacienda espantada, ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió cien, doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres
mutilarían y pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el mundo occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la vida, la descartaría como una superstición interesante y se entregaría a alguna fe tan olvidada que pareciera nueva. Entonces modifiqué los términos de mi pacto con los Señores de la Vida y la Muerte. Que me dejaran saber, que me dejaran escribir esa historia, con la conciencia de registrar la verdad, y sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de redactada la última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera confianza.


No hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron, ¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus vidas pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría intolerable. Mentiría por vanidad o por miedo. Estaría
seguro en mis manos.


- Son cómicos, ustedes, los ingleses - dijo una voz. Dándome vuelta, me encontré con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder, cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un funcionario hindú, jubilado; con una renta de cinco libras
esterlinas al mes lograba dar a su hijo doscientas libras esterlinas al año y plena licencia en una ciudad donde fingía ser un príncipe y contaba cuentos de los brutales burócratas de la India que oprimían a los pobres.


Grish Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y pantalón claro,
con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había conocido en los días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios universitarios y él publicaba artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía amores con las esposas de sus condiscípulos de catorce años de edad.


- Eso es muy cómico - dijo señalando el cartel -. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres venir conmigo?


Caminamos juntos un rato.


- No estás bien - me dijo - ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.


- Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?


- Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.


- Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y otra vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida desi, y todo te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en tu cuerpo.


- Me gustará muchísimo - dijo con franqueza Grish Chunder -. Una vez hindú, siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.


- Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.


Empecé a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía. Al fin y al cabo, nunca hubiera podido contarse en inglés. Grish Chunder me escuchaba, asintiendo de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento, donde concluí la historia.


- Beshak - dijo filosóficamente - Lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas. Es una vieja historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés - a un Mlechh lleno de carne de vaca -, un descastado... Por Dios, esto es
rarísimo.


- ¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca. Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.


- ¿Lo sabe? - dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando las piernas. Ahora hablaba en inglés.


- No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.


- No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.


- No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?


- Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.


- ¿No hay ninguna esperanza?


- ¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben lo que tu amigo no sabe que sabe?
Tengo miedo de los azotes, pero no tengo miedo de morir porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la muerte. Si no la temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por delante en una hora, rompiendo los equilibrios de las potencias y haciendo conmociones. No sería bueno, pero no hay miedo. Se acordará menos y menos y dirá que es un sueño. Luego se olvidará.
Cuando pasé el Bachillerato en Calcuta esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando Nubes de Gloria, ¿te acuerdas?


- Esto parece una excepción.


- No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus vidas anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del banco. Lo echarían, como quien dice, a la calle y lo
enviarían a un manicomio. Eso lo admitirás, mi querido amigo.


- Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué aparecer en la historia.


- Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.


- Voy a probar.


- Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.


- No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.


- Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo toques. Apresúrate, no durará.


- ¿Qué quieres decir?


- Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.


- ¿Cómo crees? - Recordé algunas de las confidencias de Charlie.


- Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya, se acabó. Lo sé.
Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan detrás de la puerta.


La sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil.


Grish Chunder sonrió.


- Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...


- ¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.


- Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser así. Pero la mujer vendrá primero, me parece.


Golpearon a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre, en la oficina; su mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en los bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo hacían hablar de la galera.


Grish Chunder lo miró agudamente.


- Disculpe - dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.


- Me voy - dijo Grish Chunder.


Me llevó al vestíbulo, al despedirse.


- Este es el hombre - dijo rápidamente -. Te repito que nunca contará lo que esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego - nunca he visto tan excitado a Grish Chunder - y hacerle mirar el espejo de tinta en la mano. ¿Qué te parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el hombre puede ver. Déjame buscar la tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos revelará muchas cosas.


- Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus demonios.


- No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.


- Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.


Se fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir.


Esto no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.


- Qué negro desagradable - dijo Charlie cuando volví -. Mire, acabo de escribir un poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?


- Lo leeré yo.


- Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee, parece que las rimas estuvieran mal.


- Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.


Charlie me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra. Había leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a Longfellow incontaminado de Charlie.


Luego recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las objeciones y todas las correcciones, con esta frase:


- Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.


En eso, Charlie se parecía a muchos poetas.


En el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.


- ¿Qué es eso? - le pregunté.


- No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.


Aquí están los versos libres de Charlie:


Hemos remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.


¿Nunca nos soltaréis?


Comimos pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo cuando el enemigo os rechazaba.


Los capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen tiempo; pero nosotros estábamos abajo.


Nos desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos porque aún sacudíamos el remo, adelante y atrás.


¿Nunca nos soltaréis?


La sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal cortaba nuestras rodillas hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos azotabais porque no podíamos remar.


¿Nunca nos soltaréis?


Pero dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por los remos, y aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos agarraréis hasta que atrapéis la espuma de los remos y atéis los vientos al hueco de la vela. ¡A-Ho!


¡Nunca nos soltaréis!


- Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese cuento y darme parte de las ganancias?


- Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe, ya estaría concluido. Eres tan impreciso.


- Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las peleas, y lo demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe salve de los piratas a una muchacha y se case con ella o algo por el estilo.


- Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron algunas aventuras antes de casarse.


- Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla - que ande haciendo tratados y rompiéndolos -, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del mástil, en las batallas.


- Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.


- No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene imaginación.


Como yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfecta que se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.


- Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres cubiertas - dije.


- No, un buque abierto, como un gran bote.


Era para volverse loco.


- Tu barco está descrito y construido, con techos y cubiertas; así lo has dicho.


- No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón. Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el de pelo colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.


Ahora se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres cubiertas, bajo el mando del "canalla" de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo, bajo el mando del hombre "rojo como un oso rojo" que arribó a Markland. El diablo me impulsó a hablar.


- ¿Por qué "claro", Charlie?


- No sé. ¿Usted se está riendo de mí?


La corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.


- Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú - dije al rato -. Es realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.


- ¿Le parece? - contestó ruborizándose -. A veces me digo que valgo más de lo que mi ma... de lo que la gente piensa.


- Vales muchísimo.


- Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre Costumbres de los Empleados de Banco, al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?


- No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y adelantar el cuento de la galera.


- Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si gano. ¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.


- Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro cuento.
Este vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin Karlsefne. Por eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits. Recordando lo que me había dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de la Vida y la Muerte nunca permitirían que Charlie Mears hablara plenamente de sus pasados, y para completar su revelación yo tendría que recurrir a mis invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre empleados de banco.


Reuní mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No había nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la historia de la batalla en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido noveladas ya muchas veces; la historia de un galeote griego tampoco era nueva y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién podría confirmar o impugnar la veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un cuento del porvenir. Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había insinuado Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el cuento. El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las siguientes semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes indecisas. De noche, o en la belleza de una mañana de primavera, creía poder escribir esa historia y conmover a los continentes. En los atardeceres lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que no sería otra cosa que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre. Entonces maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya.


Parecía muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a medida que la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no proponía el tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando en el dinero que podría producir su escritura.


- Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento - dijo con hermosa franqueza -. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?


Esa avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que había empezado a influir en su acento desagradablemente.


- Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar. El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.


Estaba sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.


- No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí - contestó -. Empecemos por las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a las Playas.


Me cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el susurro y refirió la historia de la navegación de una galera hasta Furdurstrandi, de las puestas del sol en el mar abierto vistas bajo la curva de la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba en el centro del disco declinante "y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos otro", dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus bosques, donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos. Sus fantasmas, dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres de a bordo echaron suertes y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar a los dioses desconocidos que habían ofendido. Cuando escasearon las provisiones se alimentaron de algas marinas y se les hincharon las piernas, y el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros amotinados, y al cabo de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un incesante viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras resultaban imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano habla de su dios; porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente, según más le convenía; y él fue quien empuñó el timón durante tres  noches entre hielo flotante, cada témpano abarrotado de extrañas fieras que "querían navegar con nosotros", dijo
Charlie, "y las rechazábamos con los remos".


Cedió una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.


- Caramba - dijo con un sobresalto -. He mirado el fuego, hasta marearme. ¿Qué iba a decir?


- Algo sobre la galera.


- Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?


- Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.


- Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.


Me dejó.


Menos iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego era el canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al fin burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte.


Cuando volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero los ojos le brillaban.


- Hice un poema - dijo.


Y luego, rápidamente:


- Es lo mejor que he escrito. Léalo.


Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana.


Gemí, interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido, había ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí:


El día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, / donde dobla el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate, oh Viento; ¡hay algo en mi sangre/ que no te dejaría quieto! / Ella se me dio, oh Tierra, oh Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! /
¡Que los hoscos peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía! La he ganado, ¡oh buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí; / ¡Alégrate, que mi amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle todos tus campos! / ¡Que el labriego que
te rotura sienta mi dicha / al madrugar para el trabajo!


- El verso final es irrefutable - dije con miedo en el alma. Charlie sonrió sin contestar.


Roja nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh Sol, como dueño dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!


- ¿Y? - dijo Charlie, mirando sobre mi hombro. Silenciosamente puso una fotografía sobre el papel.
La fotografía de una muchacha de pelo crespo y boca entreabierta y estúpida.


- ¿No es... no es maravilloso? - murmuró, ruborizado hasta las orejas -. Yo no sabía, yo no sabía... vino como un rayo.


- Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?


- ¡Dios mío... ella... me quiere!


Se sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo había amado en sus vidas anteriores.


Después la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la gloria y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco veces que ningún otro hombre la había besado.


Charlie hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la Muerte cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que no recordemos nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría despoblado en menos de un siglo.


- Ahora volvamos a la historia de la galera - le dije aprovechando una pausa.


Charlie miró como si lo hubiera golpeado.


- ¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no sabe hasta qué punto.


Grish Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.


Rudyard Kipling